Comenzamos
una nueva aventura, cogemos nuestra mochila con lo que vayamos a necesitar y
nos aseguramos de llevar un calzado adecuado, aquel que nos facilite el camino,
con el que nos sintamos mejor.
Llevamos
un tiempo preparándonos para este viaje, física y mentalmente. Nos hemos
informado sobre las posibles contingencias y hemos preparado una guía que nos
reconforta.
Nos
acompañan las ganas de emprender algo nuevo, la ilusión, la incertidumbre… y
aquellas personas con las que hemos querido compartir esta nueva etapa. En
ocasiones nos animan, en otras nos advierten y otras nos desesperan, pero
siempre están ahí, apoyándonos en nuestra empresa.
¡Lo
tenemos todo listo, estamos preparados!
La
primera etapa comienza con calma, hay que dosificarse, adaptarse al nuevo entorno. Lo observamos todo y estamos muy despiertos.
Conforme
vamos avanzando nos empezamos a despistar un poco, ponemos el modo
semiautomático y en un bache del camino metemos el pie hasta el fondo. Como
llevamos un calzado adecuado, las consecuencias son menores, un pequeño
traspiés que nos arranca una sonrisa y continuamos camino. Pero al cabo de un rato, notamos una pequeña
molestia. Se nos ha metido una piedra en el zapato. Una piedra muy, muy pequeña.
¡Qué
fastidio! ¡Justo ahora que llevábamos buen ritmo! ¿Cuánto falta para acabar
esta etapa? Bueno…, podemos continuar un poco más, total, es taaaannn pequeña,
apenas molesta, ya nos pararemos luego…, un poco más adelante, cuando…
Seguimos
camino y, de repente, ¡nos hemos olvidado de la piedra!, ¿qué piedra? La que
sigue ahí, en tu zapato, la que no se ha ido por voluntad propia, no se ha
evaporado, ni esfumado, no ha desaparecido sin mas… Eso te hubiera gustado,
¿eh?
Pero,
de repente, nos entra otra piedra. ¡Más vale que habíamos elegido un buen
calzado!... ¿¡Otra!? Si ya no queda nada… ya, pero… esta es algo más grande que
la anterior, ¡molesta!
Bueno,
la otra ni la notamos, si nos esforzamos un poco y removemos el pie dentro del
zapato sentimos que está ahí, pero si no lo movemos… Bah, en la próxima parada
nos quitamos ambas y refrescamos los pies.
Al
igual que antes, pasado un rato se nos vuelve a olvidar que tenemos otro
intruso en nuestro zapato. Del viejo ni nos acordamos. Sin embargo, ¡siguen
estando ahí!
Hacemos
un alto en el camino y aprovechamos para refrescarnos los pies, mover los dedos…,
que nos apetece. Cuál es nuestra sorpresa cuando vemos las magulladuras que
tenemos en los pies. ¡Ahggghh, las piedras!
Llegados
a este punto necesitamos algo más que un simple, pero relajante, baño de pies.
Necesitamos “curar” esas heridas para poder continuar y con toda probabilidad
eso va a afectar a nuestra marcha, se hará más dura y cuesta arriba…
Ahora
nos lamentamos, ¡con lo fácil que hubiera sido “pararme” para sacar las piedras
desde un principio!
Los
problemas en la vida son como esas piedras en el zapato, si no te paras y te
las sacas, te van haciendo mella, a veces, sin darte cuenta.
Con
la próxima piedra, ¿qué vas a hacer?
“Sólo cuando hacemos las paradas necesarias, la vida puede volver a su enfoque con un significado renovado.” – Robert K. Cooper.
Si quieres que hablemos, pídemelo aquí.
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